No
son momentos para la especulación o la tibieza. Los países subdesarrollados la
están pasando muy mal en pandemia. La actividad privada está sufriendo un
desgaste nunca antes visto. En Argentina, la “grieta” es una realidad. Algunos
se lo adjudican al fanatismo. No están equivocados, pero hay algo más. La
grieta representa “la lucha por los recursos económicos”. La grieta de la
Argentina es económica, no me cabe la menor duda. No siempre fue así. En los
80’s el país lograba salir de una dictadura militar para alcanzar la democracia
republicana. Utilizando la métrica de Pareto, el 80% de la sociedad disponía de
unos valores fuertes, un nivel de educación elevado, y una cultura semejante a
la que disponen los países desarrollados. Ese sueño llamado democracia republicana, duró
lo que duró la presidencia del Dr. Raúl Alfonsín. A partir de su victoria, se
empezó a gestar en el país lo que al presente describo como “la dictadura
política”. Un sistema cerrado de beneficios para un sector concentrado de la
sociedad, constituido por el poder político, judicial, sindical, cierto poder
empresarial y lo más reciente, el poder de los pseudo líderes sociales. Este
poder mantiene a la economía encerrada en su lógica destructiva. La lleva del
“populismo” al “ajuste” y del “ajuste” al “populismo”. Convirtió a la
democracia en un proceso de legitimación de la “inoperancia, la incapacidad y
la corrupción”. Cada dos años, los
argentinos estamos obligados a votar, a colocar un “papel repleto de nombres”
en las urnas sin conocer quiénes son esas personas, cuál es su currículo vitae,
su declaración jurada de bienes, sus estudios, sus ideales, sus intenciones, “sus
prontuarios”. De igual modo, las “alianzas electorales”, las cuales no están
obligadas a presentar sus ideas en una plataforma. No están obligadas a decir:
“que quieren hacer, como lo van a hacer, con qué recursos, en que tiempos, y
que intereses afectarán”. Los argentinos nos hemos acostumbrado a votar “caras
sonrientes”, “personajes que no tienen la obligación de debatir”. Cuando llegan
al poder, se ajustan sus remuneraciones como quieren, mal utilizan los fondos
públicos, se toman la libertad de contratar de forma directa empleados públicos
que no hacen otra cosa que “pinchar papeles, ir a una plaza a marchar,
aplaudir, hacer número, a justificar su sueldo”. Los famosos ñoquis. A esto se
le suma el poder sindical y sus acuerdos populistas. Licencias con goce de sueldo
por años para aquellos que se afilien al partido A o al B.
El
sistema creado por la política que actualmente rige los destinos del país, es
un “sistema perverso”. Un sistema que no
tiene “ni retroalimentación ni control”.
Por ejemplo, si un legislador del partido A de la oposición, gana las
elecciones, y decide pasarse al partido oficialista B, no tiene ninguna
penalidad. Ni se le exige la renuncia. No hay persona de poder en la Argentina
que “se encuentre obligada” a demostrar el recorrido de sus ingresos y su patrimonio”.
Ni jueces, ni sindicalistas, ni líderes sociales.
Este
sistema político obliga a los candidatos a ofrecer (cada dos años) promesas que
no podrán cumplir para lograr el voto.
La única herramienta de control visible, es el “presupuesto de la nación”
que, en la Argentina, todo el mundo sabe, es un “invento”, un “pronóstico que
jamás se cumple”. Además, representa números descolados de la realidad, descolgados
de un plan, de un proyecto país. por tal
motivo, no sirve para nada.
Más
de 20 millones de personas cobran del estado (entre sueldos y subsidios), el
cual es mantenido por apenas por unos 6 millones de trabajadores del sector
privado. Por cada 100 empleados privados, hay 55 públicos. La jubilación mínima
en el país es de $24.000 (pesos, redondeados). Un legislador gana 10 veces más,
un juez 23 veces más, y un intendente entre 15 y 37 veces más.
En
la administración pública, se ocupan cargos por relaciones políticas, salvo la
parte estratégica del estado como es el caso de las universidades y algunos
cargos de empresas de servicios. Muchos de los empleados incorporados en las
últimas décadas tuvieron que ver con razones políticas (acomodos, pagos por
apoyo electoral) y no con necesidades de la ciudadanía.
Todos
los recursos que el estado brinda a los sectores de menores ingresos, se
transforman en “estables” (derechos adquiridos) como, por ejemplo, la
asignación universal por hijo. Desde que se han implementado, jamás se han
convertido en “trabajo digno”.
Queda
claro entonces que no es la “ideología, ni la vocación de servicio” la que
determina la grieta en el país. Es la lucha por los recursos del estado. De un
lado, los que quieren progresar en la actividad privada y pagar impuestos
razonables que se transformen en servicios de calidad para la comunidad, y por
el otro, los que nunca han emprendido, los que no saben hacer un cheque, pagar
un sueldo, hacer una mezcla de material para revocar una pared o levantarse
temprano a la mañana para ingresar a la fábrica. Son aquellos que bajo la
bandera de la “igualdad social, la libertad sindical, la justicia social, la
lucha de clases y tantas otras tonterías más que venden con gran habilidad”,
aprovechan el sistema electoral para enmascararse en una lista y vivir del
esfuerzo de los privados, vivir sin trabajar.
Nadie
puede negar la importancia del estado, ni los servicios que presta a la comunidad,
pero en un país como Argentina donde el estado, no puede garantizar la
seguridad, la justicia, la salud, la educación, la libertad, la democracia
termina siendo un “trámite obligatorio para legitimar la impunidad, la vergüenza,
el descaro y la corrupción”. El único negocio, la única actividad que ha
prosperado en los últimos 50 años en la Argentina, ha sido el “oficio del
político y todo aquel relacionado con este sistema perverso”. Personas que
cobraron, cobran y seguirán cobrando fortunas, no importa si el país se hace
mil pedazos. Personas que seguirán utilizando a “vivos y a ignorantes” para
permanecer en el poder y cambiar de lugar cada 4 años.
El
desafío es claro, o los argentinos nos decidimos a refundar una nación,
refundar la constitución nacional, y a destruir el sistema político vigente, o
seguiremos cayendo en la extrema pobreza, la indigencia, la ignorancia, lo que
da como resultado la implantación de una tiranía y la pérdida de la libertad en
toda su expresión. La solución está en nuestras manos, en la conciencia, en
nuestros corazones, y en el coraje para convertirnos en protagonistas de la
historia, coraje para salir de la dependencia electoralista, y tomar las
decisiones que debemos tomar por nuestras familias y las futuras generaciones.
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